28 febrero, 2007

Correspondencia Conmigo: La Marea de Tu Voz

Algo suena, ensueño o disipación arqueada entre las líneas de un libro en que mis ojos se hunden. Sonido que retumba en el exterior de las páginas cautivadoras que se mezclan en mi razón lectora. Sonido, escuchar: despertar del sueño fantástico que se construye un mundo de letras ajenas, historia en que personas jamás vistas toman juego en lo intrincado de la mente. Sonido, fonética experiencia frenética y febril, aguijón sensorial y estruendo intermitente igual a un cadencioso baile en decimonónico palacio: pisadas acompañadas y dejadas al ir y venir del enamoramiento que se produce entre los espasmos arrítmicos y los artísticos silencios; brazos y cuerpos que se juntan poco a poco y de vez en cuando, rozándose quedos y cuidados. Sonido que despierta al lector de su viaje submarino, subterráneo, extrahumano.

Salgo del sopor y aletargamiento que las dulces frases de un libro producen en mí. Entiendo. El sonido llama y le contesto atraído como por algunas musas recostadas en la orilla del mar que cantan y divierten entre cítaras y arpas a Poseidón. Tu voz ha entrado en juego, la técnica ha resuelto con denuedo el problema de encontrar tu voz aquí sintiendo tu cuerpo tan lejos de mí. Tu voz es realidad y virtualidad, promesa y palabra entrelazadas en un artículo de fe: fe en lo que significa realidad. La realidad de escucharte mientras tus labios se mueven a miles de sueños de donde mi cuerpo recibe el estímulo de tu voz. El mundo en que me encontraba, la realidad de una historia entre líneas que se crea y recrea en los pasillos del alma, la mente y memoria, ha caído de repente; las diosas y princesas caen de sus castillos en derrumbe y los dragones vuelven a sus madrigueras que desaparecen en el sigilo de una distracción y el héroe salvador ha tenido miedo del fracaso y una nebulosa a todos ha envuelto y el párroco –el ilustre fray– ha cancelado su misa y ante el armagedón sólo acierta en vociferar palabras entrecortadas que parecen simular una oración y cae de rodillas esperando de los tiempos la consumación. Segundos pasan. Quedan ya sólo ruinas y polvo, una espesa nata rojiza y carmín de tonos rosados e incluso azulados donde campos en incendio y chozas desarmadas hacen del espectáculo un circo de irónico recreo. Salgo, por fin, de mi ilusión literaria y encuentro tu voz, dulce marea de vientos y cortes, desfile armónico de vocales y consonantes unidas, orgiásticas y pérfidas, soldadas, sensibles y excéntricas.

Apenas si logro entrar en el archivero de mi memoria, lanzando con descontrol documentos, papeles, cifras, historias y mentiras para encontrar en la maraña espeluznante de la estancia la relación que me diga que tu voz es tú, que tú te has vuelto tu voz como el fruto se convierte en semilla en las manos del cosechador. Por fin doy con tan dichosa relación, pequeña hada de dimensiones más tiernas que humildes y ojos brillantes y juveniles que logra unir el sonido y tu rostro, creando entre la confusión del derrumbe que recién he vivido –¿o muerto?– y la voz misteriosa de lugares extraños y remotos una lógica brillante también, como sus ojos. Ahora entiendo. Despierto. Dame un minuto para pensar en tanto movimiento, tiempo, espacio y silencio que ha entrado y salido de mi ya ronca respiración. Apenas respiro. Con trabajos disimulo el cansancio de tan repentina maniobra. Dos segundos. Ya sé que estoy solo, que no debiera pedir ni licencia para tomar este respiro pero, ya sabes, así soy.

Por fin mi lengua, dientes y del paladar el velo han hecho una acrobacia y han respondido la frescura de tu voz, la marea de tu voz. De pronto me imagino –¿o era cierto?– como en medio de aquel páramo derruido por mi descuido sensorial; en el mismo centro donde el último de los hombres pereció luego de a su amada ver sofocar; junto al polvo y al lodo, las brasas aún tibias desprendiendo azufres y pútridos gases; me imagino respondiéndote desde una tierra lejana, mandando mil aves mensajeras a luchar contra el mundo sabedor de que sólo será una la que fiel regresará.

La marea de tu voz me ha hecho despertar, y a efecto ha muerto una mundo de ilusiones: una manada de dragones, dos diosas, catorce princesas vírgenes por desposar, cinco héroes vestidos de acero, cuatrocientos campesinos sonrientes que jamás a Dios volverán a rezar, mil hectáreas de árboles, colores y olores sinfín, un fraile aterrorizado, tres monaguillos mártires, mi mente creadora, la imagen que de sí misma tenía la pequeña aldea y, como si la sangre y el hastío no se detuvieran jamás, el pequeño amanuense, escondido entre muros pesados que, sin mirar ni ser mirado por la aldea, escribía la historia de los hombres y mujeres que habitaban la zona y la consideraban su propiedad. Su libro, perdido en mi memoria, no saldrá nunca y vagará condenado por los desiertos del olvido y el recuerdo, como en un circuito infinito del cual nunca poder escapar.

La marea de tu voz. Despierto. Destrucción, devastación, exhumación. Sin preguntar acaso por la salud de mi mente, imágenes nuevas comienzan a crecer, tu voz ha sido creadora, idéntica, quizás, a un Dios que desde su interior observa su obra, juzgándola buena. Así, en el desierto de huesos y carroña de mi mente algunas raíces comienzan a despertar mientras el rayo primero de un sol rojizo y blanco se hace un hueco en las alturas de cegadoras nubes cargadas de azufre y hollín. Cristalino manantial de piedras y roces diamantinos domina ya el paradisíaco paraje, y hadas que sonríen para sí mismas, sonrojándose, posan sus almas y sus cuerpos entre los lirios verduzcos que arropan sus cuerpos desnudos. Desnudos también crecen los árboles cerniéndose militares sobre el mágico fontanar, dejando a sus hojas, tan libres y esclavas como todo hombre pudiera desear, crear con el agua reflejos barrocos e impresionistas. Mil bestias han llegado alimentándose del eterno fragor y frescura que despiden las alas de un enamorado ruiseñor. De los restos de un pueblo en vilo y muerte y el cáliz ofrecido en sacrificio a la divinidad destructora de la marea de tu voz se erige con inocente belleza e ingenuidad un nuevo mundo que en mi mente no tiene nombre aún y que quizá nunca lo tendrá. Allí sólo priva un ahora, la vida no ha evolucionado ni tiene historia ni tradición; las bestias no descienden sino de sí mismas, y las llamo así, ellas, y el manantial no ha erosionado ni modificado su altar, ha sido y será lo que por el momento, en mi mente, es. Y yo, voluntad creadora esclava de tu voz, no soy sino yo, uno que no conozco ni soy pero que se recrea en un eterno retorno a sí mismo, a un tiempo cero cíclico dentro de una espiral singular, volviéndose quizá un yo ideal, idealizante e idealizado.

Tu figura entra descalza y desnuda en mi memoria, y las flores te miran tímidas y se doblan con vergüenza al contemplar a su diosa, creadora y sustentadora. Las hadas han hecho ya un círculo a tu alrededor y te iluminan y hacen brillar cuando tu cuerpo se posa sobre la roca mejor. Yo sigo fuera de tal , te veo desde una soledad y aislamiento que es tan mío como me reconozco su autor. ¡Cosa extraña!, he de crear, yo, un nuevo yo, ¿alter ego?, ¿alma gemela?, que entre en el mundo de mi mente y te hable. Por fin, una silueta aparece a los pies de una alta montaña que se erige en lo alto de una mirada rápida hacia ti. Apenas vislumbro tu cuerpo y corro y muero en el intento de alcanzarte. Siento la desconfianza que gritan las aguas a las que me acerco, siento como lo hace quien viola la intimidad de una rosa olfateando perverso su contorno, como queriendo robar aquel elixir, almacenarlo, manipularlo con las más viles técnicas y manufacturas. Siento el sudor de quien entra a un templo divino, de rodillas y con baja testa. Siento, en fin, lo que siente quien se corrompe a sí mismo haciendo de un sueño su sueño, una posesión maldita y enfermiza, propiedad privada de lo etéreo, mágico y poético; alienación de la cultura, de un baile bailado por todos o un poema cantado por todos en la profundidad de su ser.

Decido entrar. Mis ojos vierten la ternura de un fluido callado entre gritos cuando descubren tu cuerpo que descansa en la roca más lisa, más bella, colocada allí por los dioses como esperando por ti. Tu rostro sido esculpido bajo cincel, con detalles geniales desapareciendo entre las lógicas de la geometría y la alegoría; alguien ha puesto, simétricas, dos esmeraldas color de jade, tributo pagado por mayas o incas o aztecas a la visión de ti; tus labios despertaron de un sueño perfecto y virgen, donde las voces no se cantan ni los besos se ofrecen, y se abren confiados y vigorosos esperando al noble que te ofrezca su corazón; los rizos dorados que de ti cuelgan cubren juguetones tu rostro guardando de tu poesía un secreto, y descienden apacibles por tu cuello, haciéndolo aún más imprescindible para un soñado encuentro de amor; tus senos son apenas sombras que hablan de lo femenino en , de la interminable cruzada de un sexo por convertirse en ideal, del ideal que se hizo sueño, del sueño que eres tú; tu vientre saluda risueño la mirada del intruso con tersura y belleza y una mueca de perfección; tus piernas bifurcan el erotismo que exhalas al vibrar, dos tus piernas y dos los pecados que cometo al vibrar con tu vibrar, dos las condenas que en el cielo tendré que pagar.

Tus ojos me miran y la conexión produce un bochorno eterno en el mítico manantial, las hadas se miran desnudas y ruegan a los lirios las acojan y vistan y protejan de la impiedad. Me miras y te miro y el sueño, la imagen, la oración que mi mente ha proferido a la marea de tu voz comienza a desaparecer en un retorno a lo temporal. La mente mía, cansada de crear, ha entendido el sigilo de mi voz, la de un yo real, hasta que el yo ideal desaparece y se esfuma de la fuente de mar, igual que las hadas, que se despiden con la música final del despertar. Un yo y un se encontraron en la poética realidad que he creado yo, y mientras despierto al tiempo, a lo temporal, las figuras de ti y de mí se funden en un abrazo y sus líneas y curvas se confunden, sellados en una alter realidad que siempre vivirá en el canto del juglar.

Termina el trance. La marea de tu voz. Despierto. “Hola”.

18 febrero, 2007

Sed


-¡Tengo sed!


Era lo último que escuchaba antes de despertar sudoroso y con la respiración entrecortada. Aquella noche esa frase retumbaba entre la noche como recuerdo de lo que había sido. Su poder se había ido, no quedaba nada. Lo único que podía adivinarse en medio de aquella recién formada tumba era el brillo de unos ojos que, exageradamente abiertos a causa de la angustia, rogaban ayuda.

Hasta ese día el ritual se había repetido puntualmente. Todos los días Tomás despertaba sofocado a las cinco cuarenta y cinco en la mañana. Ni un minuto más, ni un segundo menos. Los números rojos de su despertador lo atestiguaban. Con todo, Tomás no los odiaba. Había aprendido a convivir con ellos y alegrarse al verlos. Ese brillo rojo en medio de la oscuridad significaba que, por hoy, había logrado escapar. El sudor en su frente también era su amigo. La humedad acumulada era una prueba del esfuerzo realizado para escapar de sus sueños—malditos sueños—, por lo que cada noche, luego de su escape y siguiendo las formas del ritual, se llevaba la mano a la frente para cerciorarse de su realidad. Una vez ratificada su existencia, se levantaba de la cama y se dirigía al baño. El rostro con el que se topaba en el espejo había cambiado desde la primera vez…la mirada inocente del niño había dado paso al rostro juvenil, y éste, a su vez, había sido testigo del paso a su estado —decrepito— actual. Las grandes ojeras en el rostro hablaban del sufrimiento de ese hombre. Para Tomás, soñar era un martirio. Cada noche, desde que tenía memoria, era acechado por demonios en sus sueños, por lo que buscando evitarlos —a los demonios y a los sueños— había cultivado el hábito de los paseos nocturnos, lecturas desveladas y procurado la asistencia a cuanto grupo, lugar o evento congregara trasnochados. Pese a todo, era inútil. Más allá de unas cuantas noches en vela, que acababan siendo un calvario durante el día, Tomás terminaba dominado por Morfeo y, en más de una ocasión, en los lugares menos indicados.

Pasaba sus días buscando una cura. Lo que él quería era no dormir, negar la oportunidad a los demonios de presentarse y acosarle, escapar de su martirio. No había nada que pudiera hacer. Brujos, curas, psicólogos, médicos y amantes lo habían intentado sin conseguir nada. No entendían. Hierbas, pastillas, divanes y caricias habían pasado por él sin ayudarlo y sin darse cuenta que sus prescripciones condenaban a Tomás al infierno que tanto detestaba. Dormir: maldición infame, cruz a cuestas, río de muerte y desesperación. Sin importar dosis o remedio, como condenado a una eterna penitencia, Tomás dormía. Esa era su maldición.

Un día mientras escapaba de los brazos de sus perseguidores, Tomás cayó. En el suelo, rodeado por sus captores, horrorizado y sintiendo cercano el toque de la muerte balbuceó un par de palabras: Tengo sed. Dicho esto cerró los ojos y se entregó a su fin. Cuando los abrió de nuevo estaba desparramado en el suelo húmedo de un lugar oscuro… sudoroso, maloliente y agitado pero, lo más importante, vivo. Desde entonces, lo más cercano a un remedio para su mal eran esas dos palabras. Repetirse a sí mismo que tenía sed era lo único que lo ataba a la realidad y que le permitía escapar de su laberinto personal. Así, inició la confección de su ritual: llevarse la mano a la frente al despertar, no tomar más agua que la estrictamente necesaria —había conseguido subsistir con tan sólo un vaso de agua al día—, acudir constantemente al baño y mantener cerca de sí, en todo momento, una jarra —vacía, por supuesto— como símbolo de su anhelada redención y su constante sed. Sed por tener sed.


Febrero 1

“Me costo trabajo despertar. Los demonios casi me alcanzan. Prometieron que vendrían a buscarme.”

Febrero 6

“Fin de semana. Logré pasar el día sin acabarme el vaso. Mi casera me preguntó si estaba bien: dice que se me ven grandes ojeras. Yo me veo normal”

Febrero 10

“El doctor dice que no puedo vivir así. Me recetó descanso y pastillas para dormir. ¡Tonto! No entiende nada. ¡Nadie entiende nada!...No puedo dormir, ¡no quiero! ”

Febrero...15(creo)

“Pude ver sus dientes. Son grandes y afilados. Quiero que se vayan… ¿Qué hice?, ¿Por qué a mi? Voy a ser fuerte, tengo que serlo. Si no duermo no podrán salir.”


Febrero 2...

“No tengo a nadie. Quizá sería mejor aceptarlos y vivir con ellos... me duele, me duele mucho. Estuve a punto de hacerlo...¡No! ¡Resiste!...si no lo hago ellos vendrán!”


Febrero

“Sed, sed… vienen por mí. Ya no puedo burlarlos mucho tiempo. No quiero dormir. ¡Malditos sueños!”


Febrero 24

“¡Están aquí! ¿Cómo salieron? ¡Es imposible! Se acercan… ¡Dios! Son muchos. Me están rodeando. ¡Tengo Sed!, ¡tengo sed! Siguen avanzando…

-Despierta Tomás, ¡despierta!

-No, no estoy dormido…ellos están aquí.

-No, Tomás. No. No pueden estar aquí.

-Sí, salieron del sueño.

-No.

-¡No son un sueño! Puedo oler su aliento fétido sobre mí…

-¡Despierta ya! Vamos, Tomás. Deja ya ese lápiz. Vas a morir.

Cuando lo encontraron estaba casi en huesos; con los ojos muy abiertos y aferrando un lápiz en su mano daba un toque desgarrador a la habitación. La cama destendida, la basura almacenada, el baño desbordado, inmundicia y la ropa sucia…todo sugería que aquel sitio había sido el único que aquel hombre había visto en mucho tiempo. La casera dijo haberlo visto por última vez hace más de un mes, cuando le pagó la última renta. En ese entonces se veía flaco y paliducho pero era un hombre. Lo que estaba en el piso del apartamento había dejado de serlo, era otra cosa. Nunca había sido un hombre parlanchín —quizá nunca había sido un hombre— por eso, cuando la casera dejó de verlo se limitó a introducir las cuentas por debajo de la puerta. Cuando abrieron el apartamento cuentas y recibos seguían ahí, mojadas y en el piso, formando parte del asqueroso tapete de desechos húmedos que tapizaba aquel lugar. Encontraron rotas las llaves del baño, las paredes enmohecidas, una jarra de agua—llena, naturalmente— y un olor pestilente acentuado por la humedad de aquel lugar. Encontraron también una libreta junto a él. Al abrirla un papel se precipitó al vacío. Era la receta de un doctor, le ordenaba descanso y muchos líquidos. El diagnostico: deshidratación. Al volver los ojos a la libreta notaron que era su diario. Allí, con grafías ansiosas y desdibujadas, se podían leer sus últimas palabras:


- “ Tengo sed”


Leo Cerezo

16 febrero, 2007

Tercer Sendero

La casa que seguía al sol

Al descender me encontré con una calle estrecha bordeada de casas pequeñas y en cuyo horizonte se adivinaba un mercado. Era sábado por la mañana y al acercarme pude ver que aquello no era un mercado, sino una gran reunión donde se congregaba la Provenza entera. En ambos lados del corredor se encontraban vendedores de frutas, quesos y verduras; más adelante se mezclaban los olores de flores y especias -alguna de las cuales causo estragos en mí- con hedores de carne, pescado y miel. A mi paso el mercado se extendía interminablemente haciéndome imposible dejar de pensar en la ironía de algo humano, demasiado humano, haciendo rabiar al infinito tiempo. Una vez que hube recorrido cerca de dos kilómetros, la distancia a la cual mis pies empiezan a reclamar, apareció a mis ojos el final de aquel lugar. Ante mi se extendía el Boulevard des Lices repleto de cafés que ofrecían sus terrazas, invitando a disfrutar una de las 300 tardes soleadas que ofrece ese lugar. Me interné en el Jardin d´été, donde se ofrecía la acogedora sombra de sus árboles como resguardo al dorado sol de la villa, hasta que una imagen de tiempos ya perdidos se reveló a mis ojos. Tras los pinos y abedules se presentaba una plaza semicircular acotada por inmensas gradas blancas. Al fondo, del lado izquierdo, un par de columnas desafiantes del tiempo y los elementos sugerían la existencia remota de un teatro, romano según presumían los restos de su capitel y fuste. Al continuar mi camino avancé hacia lo alto de la ciudad por la Rue de Cloitre donde encontraría una suntuosa catedral, y adelante, al girar a la derecha sobre la Rue de la Calade, otro vestigio de majestuosa belleza. Frente a mi se alzaba la fachada lateral de una estructura de forma ovalada, integrada por dos niveles de portales tallados en roca que se repetían como los viajes de Perséfone al Tártaro, como las posibilidades infinitas de crear palabras en lenguajes olvidados con las letras de alfabetos que nunca han existido. Los portales conformaban la vista exterior de aquel Anfiteatro donde alguna vez habían tomado parte cruentas batallas entre gladiadores y variadas escenas de caza. Al adentrarme pude imaginar el olor a sangre y la algarabía de los miles de espectadores que ahí se congregaban. Sentí el dolor de los hombres que gritaban, el júbilo del pueblo divertido, el circo en mis venas y sus lanzas en mi costado. El canto de un ave desvaneció las imágenes en el aire y, tras recobrar el aliento, retomé el camino.

Mi destino final era incierto. Iba tras esos hombres sin saber a ciencia cierta si los encontraría y sin saber siquiera si existían. Tantas imágenes habían mezclado la realidad con la fantasía y para entonces ya me era difícil distinguir si el niño que frente a mi corría era de carne y hueso o un capricho de mi mente esquiva. Entre nubes o sobre el suelo mis pasos me condujerón a una zona más despejada de la villa, donde los caminos bordeados por cipreses aportaban frescura al paisaje y tranquilidad al viajero. Uno de esos caminos capturó especialmente mi atención. A lo largo de él se agrupaban, como escoltándolo, un larga hilera de macizos de piedra que a semejanza de camas inmortales parecían albergar el último reposo de cientos de hombres antiguos. Un escalofrío recorrió mi espina. La posibilidad de caminar entre los muertos se me antojaba totalmente surrealista. ¿Era ese el camino hacía mi última morada? Al llegar al final, de alguna manera inexplicable y sinsentido, supe que lo era.

Al final de aquel camino se levantaba una iglesia de estilo románico, coronada por una esplendida cúpula octagonal que recordaba la arquitectura de las columnas del anfiteatro. Pero no era esa iglesia la respuesta que buscaba. Parado a uno de sus costados, pude ver la campiña desde lo alto. Se mostraba desnuda y provocativa; extendía sus brazos para dar abrigo a largos campos de trigo y, un poco más allá, en la palma de sus manos, a algunos olivos. Dejaba ver también las curvas de sus laderas y sus montes coronados por molinos. En uno de sus recovecos, del centro de mi mirada hacía la derecha, la descubrí. Era pequeña a la distancia pero bella desde el ángulo en que se le viera. Se erguía en medio de la nada, a la orilla de un camino alargado y cobrizo que se internaba en un pequeño bosque, tan sólo para desembocar en el pórtico celeste de su mirada. Frente a mí se revelo aquella casa. Brillaba como si la luz que reflejaba le fuera propia. Incrustada en la campiña parecía un pequeño sol alrededor del cuál danzaban lentamente árboles, caminos, trigo y río. Ante aquella vista tuve la certeza de haber encontrado mi destino. Como la segunda vez en la mesa de aquel café, esperaba que algo grande sucediera en ella… tan sólo que estaba vez no era un deseo. Esta vez sabía que la razón por la cual había viajado hasta ahí, dejándome llevar por mis deseos, se encontraba del otro lado de la puerta de aquella casa: la casa que brillaba eternamente siguiendo al sol.

15 febrero, 2007

Fragmentos: Crónica de una velada y un sueño

Es como la tierra oprimiendo el centro de ti, la tierra como una esfera perfecta terminada en filosas protuberancias que se encajan en la mente que vagabundea cuando el ocultamiento de la luz obstruye la claridad de las ideas. Déjà vu: reinventar la calamidad experimentada cuando el sol no se rendía a la penumbra de una soledad oscura. Todo viene cuando en la horizontal del descanso aún no conseguido atacan los vicios y yerros de un pasado inmediato, el día apenas sufrido. Y te conviertes en frente sudorosa y escalofrío debajo de una manta en que te escondes ingenuo, como si te persiguiera quien sabes que no existe, como si el más mínimo jaloneo de la manta que se ha vuelto tú rompiera el frágil equilibrio que te mantiene excretando sal y no sangre. Sal y angustia y la pregunta constante que busca sin encontrar razón, ¿por qué?, ¿por qué dormito sin sueño?, ¿por qué en la maleza de un pensamiento me interno haciéndome presente en un inconsciente recriminador?, ¿por qué soy velador entre soñadores? Te vuelves descolorida apariencia humana hasta que la última gota de sudor encalla cerrando tus ojos, cambiando el espectro, redimiendo el dolor en fantástica idea, cuando tu respiración acalambrada tórnase discreta y meditabunda. No sabes que has perdido la razón para ir en pos del sueño, sólo experimentas la milésima sensación del cambio que no surge sino hasta que ya no la percibes como tal, cuando incluso confundes el infierno de lo real con el propio infierno de tu personal construcción. Ahí vienes a encontrarte, nueva cuenta y una vez más, con el tú-mismo que mastica ideas, ideas distintas sólo porque te haz convertido en dueño, en demiurgo.

La nada se hizo algo, estancia irregular con curvas remplazando las rectas que, creo, deberían ir ahí. Alguien debería remodelar tan irreverente gusto: sólo admiro un pasillo coronado de luces tenues y en el suelo pañuelos y los pañuelos mojados de sangre y la sangre ¿de dónde ha venido?, y el sendero de sangre conduce como vertical hacia un lado y a otro y comienza en mí y en una puerta termina: la sangre separa mi paso de una puerta que es de metal como salida de una prisión donde jamás quisieras entrar. Y hay una línea de sangre que observo y en el suelo se han ido algunos pañuelos y ha quedado sólo sangre con lágrimas, lágrimas que han evitado ser obsceno charco y se conservan como capullos de dolor no contenido. Quisiera tomarlas sin romper su figura, quisiera llorarlas yo a ellas sin que me vieran desde su condición suspendida. Mi movimiento es como acercando y alejando la puerta a mis ojos: parece que estoy cojo cuando advierto en mis tobillos los dorados grilletes que observo y maldigo y limpio con un paño bendito, y reluce mi figura como el mejor esclavo de brillante atadura. Ahora es una puerta carcelaria y cerrada mi visión completa y mi mano que se estira y que hace girar una perilla perfecta tocada en brillantes y esmeralda. A su entrada soy yo pies que nadan en una atmósfera de sales de lágrimas y le busco sin encontrarle y le grito ¡duerme, infante, duerme! y le beso sin besarle hasta que encuentro su temple suplicante. Es la figura de la perfecta armonía de quien vive sin miedo mas sus ojos guardan un tono hiriente, con grandes y negruzcas lagunas por debajo como si no durmiera, como si la noche molestara un reposo que no ha existido. Y le grito ¡está bien, niño que no duerme, está bien la luna y está bien que me busques! y entre mis brazos le hago cuna y con silente descanso el espacio que nos rodea ya no existe más y somos sólo él y yo, unos brazos que lo miman y unos ojos que se han cerrado y mis pies que se secan del mar salado. Y la estancia es de nuevo creación de rectas perfectas y es luz que deslumbra unos ojos que se entrecierran defensivos. Y es de pronto la luz un trino y el trino me enternece mientras…

Un trino es un ave y la luz es luz matutina. Los ojos aún se quejan doloridos. Volvió aquel instante milimétrico en que nacemos y renacemos, en que la fantasía se cuela en un segundo y se mezcla y no sabes si sueñas o despiertas, en que la realidad no parece tan real como aquel niño que se mecía, y aquel niño en tus brazos no existe por más que le amaste y besaste en la frente, porque tus brazos vacíos cobran sentido y se sienten a sí mismos con la radiante locura de un sol fornido. Y sonríes y echas a andar camino mientras las gotas te alivian el sopor y te alegras al ver que son charco y no capullo y así empiezas, de nuevo y una vez más repitiendo la escalada de barbarie y de vicio, jurando “este día será un día de brillo, y serán mis manos cuna del sueño cuando la horizontal me encuentre desnudo y satisfecho”, y sales al mundo y en tus brazos desnudos se anida ese niño al que meces y para quien guardas sigilo, y sabes que tus brazos, como nunca, y tus labios y tu mente y tu boca que es la frontera del vientre serán cuna o despertar ruidoso de aquel niño que, cuando la luz se apague y te quedes en vilo, al filo de la minúscula partícula que separa tu mundo del sueño, dejará pañuelos de sangre y de sal y te obligará a pulir de nuevo tu cárcel o recostará también sus sienes y te dejará volar y ser tú, demiurgo del sueño. Lo sabes y así comienza todo, comienza el día, comenzando también el sueño.

Aranda, 15 de febrero de 2007

14 febrero, 2007

6

Te doy mi mano pura, limpia, lavada en las olas del mar de mi tristeza que te aguarda, te la doy libre del deseo de una piel que no sea la tuya. Te doy mi mano para que la conserves en las tuyas, en el refugio blanco de tus palmas, tras el pestillo de tus dedos entrelazados... tus dedos que regalan nueces a las ardillas. Toma mi mano, cura sus nudillos roidos, sus falanges rotas que le impiden el vuelo, persuádela de negociar la paz con tu ausencia y de no volver a golpear el rostro de tu abandono.

Te doy mi mano porque en ella espera, callada, la caricia paciente que te tocará en los labios, que caminará de tu nariz el canto y amará tus cejas y tus párpados; porque en mi mano hay música que espera nacer de las cuerdas de tu pelo suelto y largo, que existe libre en mis ficciones lejanas, que se esparce y se divulga sobre la sábana blanca de mis letras imposibles; porque en mi mano existo y con mi mano amo; porque un día, sin verla venir, tu boca hirióme el alma en un impulso impostergable, golpe mortal, ahi, por donde hoy corre libre el rio lento de mis lágrimas, en el hoy sombrío y descuidado jardìn de mi mejilla, tu beso, me tocó.

Tómame, llévame por el laberinto de esta espera, en esta noche en la que llueve melancolía y leve
brizna el tiempo lento.

06 febrero, 2007

De realidades y absolutos

¿Fastidia, hombre, tu realidad bastarda?
la puta que señalas y te abraza,
esa cuyo seno tu letra alcanza
y que sufre mientras tu vida guarda

¿Olvidas el regalo que resguarda?
libertad para tu prosa ensalza,
un cuerpo para tu afilada lanza
y un manto aún para tu credo aguarda

Lloras y clamas por las letras luto
cuando enjuicias en el verso “nada”,
¡ rezas, necio, verdad en absoluto!

¿Ves posibilidades en tu “nada”?,
o cegado por sórdido absoluto
¿impondrás realidad totalizada?
Leo Cerezo

03 febrero, 2007

Absolutizando la relatividad.


(… en una hoja de papel y con grafías nerviosas)

Fui y seré
soy, eres, serás,
tiempo de ser, tiempo de serás…
¿soy?, ¿era?
siendo soy lo que seré.

(… una imagen desdoblándose a través de espacios y sonidos)

La luna era el hueco de mil luciérnagas o incandescencia celestial alumbrando el corazón de los dioses o un cuerpo celeste reflejando la gracia de otro que le superó. Ahí me presenté con la discursiva técnica de la creación, dentro del cobijo de un aula adobe dentro de donde desencadenaba la pasión de la letra y de la mujer. Ambas se asían a mi mente como rindiéndome a un escalofriante y sigiloso funeral cargado de figuras mudas. Aprehender el mango o sus muslos y acercarlos con fuerza al centro de mi explosión producía un eco tan romántico como agónico: la obra terminada, como el coito, resultaban pasajeras de un tren que zarpaba un segundo antes de poder yo ser yo.

Mi figura postergaba algunas quejas. Había quien me amaba sin compromisos ni preguntas: nombres propios que volaban en un interior excitado por dos o tres horas, mientras los tenía, para luego desaparecer sin rastro, abandonándome en la tranquila amnesia, con la certeza de una entrega momentánea, corpórea, insulsa, destinada únicamente a la mutua entrega de incentivos vagos y vacíos. La figura vaga de la indeterminación de un rostro que no dice nada, que algo contó más pereció después. Figura del desfiguro.



(… voz que reflexiona encuadrada en una oscuridad)

¿Quién habla?, ¿de qué hablo?, ¿cuál luna?, ¿quién derritió sudor sobre mi vientre? Si la luna no es luna sino un foco cristal encendido a medias, foco que centra a la perfección en un techo a medias grisáceo. La letra no es más que un juego dadaísta en que arreglar palabras contiene el desafío único. La mujer no más que una imagen que convertí en sueño y en el sueño la pernocté. Mi rostro no más que un rostro, cartulina blanca perforada por un par de lunares corrugada por una mínima cicatriz.



(…tomado del guión de Absolutizando la relatividad)

Ethan recorre su rostro con las palmas como confundido, observa el cuarto donde se encuentra, fija su mirada al foco a medias encendido.

- ¿Quién habla?, ¿de qué hablo?, ¿cuál luna?, ¿quién derritió sudor sobre mi vientre? Si la luna no es luna sino un foco cristal encendido a medias, foco que centra a la perfección en un techo…



Relativa es la mente con respecto a sí misma cuando no encuentra ni proa ni babor. Relativos son los sueños a un metadiscurso, a la partícula de la realidad desde donde fijarnos al inmenso cambiante. La relatividad, así impresa ante los ojos, deslumbra por su fulgor, su fuerza, una penetración causal de quien deja de preguntar, de quien bajo la astucia del cambio gramatical sí-quizá derrite todo cuanto permanece fijo.

El conocimiento humano parte del reconocimiento de que su propia sensibilidad queda corregida por un mundo real no abarcable por completo. Lo que sabemos, como unidades de conocimiento, aparece frente a nosotros cargado de subjetividad. De ahí la fuerza premonitoria del relativismo. Mas la absolutización de dicho relativismo conduce a la paradoja del conocimiento humano: saber que todo es relativo implica en sí misma el conocimiento de algo no relativo. Esto, por decir poco, conduce a la reflexión mínima de que el relativismo no es un orden suficiente para el ser humano, ya que el encuentro del mismo con partículas que se ordenan hacia la conformación del mundo real contradice cualquier tesis relativista en su cínica expresión pura.


Así, humectados por un relativismo de moda, el arte sucumbe. La migración, mutación, diseminación, corrosión, fusión y dispersión, maldición del concepto mínimo de la belleza ha cegado los ojos de muchos que se contentan con pensar que en todo hay un poco de arte. El sentimiento y la expresión se vuelven accesorios de lujo para quien escribe sin escribir. Las letras que un día se consagraron, hoy casi son exigidas a reconocerse humildes ante la ausencia de márgenes, límites, estándares. La expresión es un espectro ilimitado donde entendimiento y pasión vuelcan significados por las letras. Expresión sin letra es opinión, letra sin expresión es comunicación minimalista ordenada a una función básica. La letra y la expresión, la tinta y la lágrima, caminan juntos cuando se crea arte, cuando una hoja despega para volar, cuando los dedos se manchan de una tinta que corrió libre pero exacta, hermosa mas cuidada, nutrida, respetada.

Cuiden los mangos y las tintas serias al arte, el saber y la vida del totalitarismo nacido de absolutizar el orden relativo de todos los órdenes. Cuiden los conceptos de bello, cuiden la lógica y la diferencia entre creer y ser.
 
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