19 septiembre, 2007

Doña Ajustina y Cascabel

Educadas en el recato y las maneras de las princesas y las más altas potestades del reino de Almotrue —pintoresco escenario sentado entre los paradisíacos jardines de Wishic y la frescura del río Liem, ocupado por campesinos y pescadores regordetes que, entre otras peculiaridades, se preciaban de una ortodoxia de las formas fuera de lo común— doña Ajustina y Cascabel paseaban en alguna ocasión barriendo con sus plantas el largo corredor que daba a la plaza principal. Ambas tejedoras, ambas viudas y madres, cada una, de un varón y una mujer. En su camino doña Ajustina, encolerizada y renuente a cualquier consolación, relataba las dramáticas situaciones en las que la había dejado su hijo, Liberto, la noche anterior, cuando súbitamente había anunciado su decisión de contraer nupcias con la más bella criatura que jamás había posado sus plantas en el reino, la deliciosa Afronta quien, además de poseer una voluptuosidad sin límites y un contorno alarmante, gustaba de lecturas agudas —“reaccionarias e impúdicas”, decía la iracunda suegra, “evidentemente sucias y revolucionarias, degradantes y problemáticas”, coreaba la inseparable de ésta— que, a decir de las dos parlanchinas que mecían sus desgastadas figuras bajo el rayo de un sol lentamente falleciendo, habían poseído el espíritu del noble Liberto, acorralándolo y obligándole a tan drástica determinación.

—Ya ves, decía doña Ajustina, que el ingrato de mi hijo ha decidido alejar su tierno calor del vientre que le dio origen, como olvidando la deuda eterna de un hijo hacia una madre. Pues así viniera el invierno o la tormenta, gozaba ese malagradecido de un pecho tibio que le reconfortaba; así las lunas depositaran su oscuridad sobre estos ojos míos, nunca dejé de velar su sueño ni su frente hirviendo; así las cosechas cayeran al suelo y los vientos derribaran los frutos de los árboles, jamás faltó alimento a su voraz vientre. — Lo veo y parece que soy engañada, pues ni el pezón que le abrigó, ni tus tiernos ojos en vigilia, ni el alimento que en boca suya siempre pusiste ha sido suficiente. ¡Maldición absoluta la de ser madre, poseer sólo para quedar desposeída!

Así degustaron cacareando las dos vecinas, amigas y cómplices hasta que la noche venció por fin al día, lanzando al sol al centro de los infiernos, donde sólo se encuentran Titanes resguardados por la fiereza del centímano. El camino las condujo a la morada de la recién enterada madre abandonada. Al entrar, halláronse ambas acorraladas por la mirada acuciante y dolida de la hermana de Liberto y, consecuentemente (hasta donde la historia familiar podía afirmar) hija de Ajustina: la muy prudente Sofía.

— ¿Es que por algún anatema has perdido el juicio, celosa madre? — Jamás me han hablado de forma tan hiriente, y jamás permitiré semejante atrevimiento, ¿es que consientes la locura de quien ha perdido el privilegio de llamarse hijo mío? — Has perdido el amor por ti misma, y junto a él, has dejado de amar no sólo a quien llamas traidor y malagradecido, sino a tu propia hija, el último resguardo de la edad en que aún concebías. — Pero, ¿qué tonterías dices?, mi amor por ti es lo que me mantiene viva, luego de que el pródigo y lujurioso de Liberto nos ha abandonado y dejado a nuestra suerte. — En verdad que hasta la lógica te ha abandonado. Pues si detestas hoy al hijo cuyo único pecado es hacer caso a las ordenanzas de la propia vida, ello sólo implica que jamás lo amaste rectamente y que, por simple analogía, tu amor por mi es una hipocresía que pervive siempre y cuando no rehúya yo de las cadenas con que tu amor me gloría.

Así habló la infanta Sofía, mientras su madre descontroló contra ella su furia impía, deslizando reveses y violencias que ni la Inquisición aprobaría. Mientras todo ocurría, Cascabel apretaba una quijada repleta de furia contra la indomable niña, mientras su corazón se batía por el dolor que sentía su pobre amiga.

Mientras la reprimenda contra la insolencia se consumaba, aparecieron en escena Liberto y Afronta quienes, horrorizados ante el espectáculo, tomaron a Sofía y se alejaron para siempre de la infamia locura de quien su madre se decía. Los tres partieron cuando la aurora pintaba ya los primeros amarillos y rojos sobre la alfombra del día.

Sofocada ya su ira, lamentaba Ajustina en el regazo de Cascabel. Sin entender una o la otra el motivo de tan lamentable partida, confiaban ambas su ortodoxia, bondad y entrega a la piedad santísima que les había autorizado tal poder. Solas, una y otra, repetíanse momento a momento la misma frase, la misma oración: si todo fuera como antes…


Aranda, 19 de septiembre de 2007

11 septiembre, 2007

Fragmentos: Castillos

Como la perfecta máquina, invención coetánea de los cielos y las estrellas, como el azul vestido índigo del instante entre la vigilia y el sueño; irrupción de la mayor perfección con centro entre las parcelas del norte y las sureñas; relativa conciencia, razón y sentimiento, buen gusto y maldad, debilidad y ceño; su nombre: el hombre, castillo encumbrado entre las montañas más bellas, castillo él como morada y como centro de intersección de lo malo y lo bueno.

Nacido entre los líquidos y sangre que le cobijaban como a larva entre mares, venido a más con los años que hinchan sus huesos, su carne y desvelo; es hombre al fin como lo somos todos, hermanos de sangre y de vuelo, de risa y consuelo. Somos la repetición inextinguible de intentos por el favor de Estigia contra la furia de Hades. Carcomidos por la ordenanza de ser “uno” en medio de “todos” nos pasa la vida; jamás se consigue, no obstante, pues siempre somos el eco de algún otro. Somos máquinas perfectas, composiciones maniqueas facultadas para dar vida o muerte, para hastiarnos de soledad o confortarnos en la compañía. Somos la unión entre el cielo y la tierra, el dedo que aproxima el más allá, somos todos y cada uno un loco.

Fácil es deshacer los castillos propios y ajenos, verter cobardemente el fuego sobre sus maderas finas y aleccionar a los súbditos que ahí habitan. Robar sus ajenjos y sus vinos, asesinar sus parcelas y asfixiar el último aliento del soberano mientras medita. Ardua es, al contrario, la construcción de túneles, escalinatas y puentes entre tan vastas construcciones. Tallar en las puertas un doble escudo, alimentar a los siervos de dos, aleccionarse todos en el respeto y sus correcciones. De ahí que las ciudades sean tan pobres y tan separadas, los hogares tan secos y friolentos, y que en los fogones se cuenten con matemática observancia las raciones de los “nuestros”. ¡Qué fácil madurar separaciones y límites bajo la lanza y el fuego… y qué difícil mostrar los portones nuestros abiertos, nuestros brazos ilusionados, y nuestros corazones dispuestos!

Juan Pablo Aranda. 11 Septiembre 2007.

07 septiembre, 2007

Cuento

Por Inmigrante-X

Las calles eran marrones, crujientes y encendidas por el sol naranja, el frío transportado por el viento recorría el espacio levantando consigo las hojas y el polvo. En ese paraje desértico estábamos Tomás y yo. Acabábamos de visitar a Joan Miró, o lo que queda de él colgado de las paredes. También tuvimos oportunidad de conocer a un tal Fernand Léger, un pintor tubista de propuestas interesantes, no tan irreverente y caprichoso como Joan en sus pinturas, al menos no en los trazos y las formas, pero sí en los temas. Extrañamente la obra de uno era la antítesis del otro: el hombre como parte prescindible de la composición versus el hombre como toda la trama.

Afuera de la Fundación, unos pasos adelante, mi amigo Tomás y yo esperábamos el 50.

El mismo frío que traía el viento, y el mismo paisaje naranja y crujiente, esta vez decrecía en su color, todo el espacio se tornaba violeta-azul-gris. Había en el ambiente un fondo de Opera. El frío cada segundo inundaba más el aire hasta dejarnos casi sin respirar. Mi nariz: congelada. Las orejas: ya las había dejado de sentir hacía algún tiempo. Estaba sentado sobre una banca amarilla, mi pantalón negro se confundía con la gabardina negra que bailaba con el viento que arreciaba. Tomás encendía un cigarrillo, Ducado de marca, tabaco negro; “dulce aroma y suave tormento” me dijo.

Tomás estaba sentado sobre sus talones y todo su peso concentrado en el mismo eje. El frío seguía insoportable. Lo que antes era el cigarro ahora languidecía como colilla, consumiéndose en el suelo. Esta imagen compuesta de Tomás sentado sobre sus talones y la colilla en el suelo, me trajo el recuerdo de una cálida fogata. Me agregué a la composición casi bucólica del hombre y el fuego. Tomás y yo nos sentamos alrededor de la colilla intentando calentarnos, acercábamos las manos al débil fulgor del tabaco consumiéndose. De pronto, detrás de Tomás una cara bonita con ojos verdes y bufanda roja hizo una seña como pidiendo permiso de acercarse al fuego. Tomás le dio paso y allí estábamos los cuatro, con la mujer de la bufanda roja se había sumado la amiga en chaqueta de cuero, una mujer más bien regordeta de cara intrigante y nariz pronunciada. Todas las manos alrededor del fuego. Nos enteramos de que la mujer de bufanda roja y ojos verdes era Estonia, y estudiaba periodismo. Ese nombre habían decidido ponerle los padres después de consultar con un porro de mariguana. Se les hizo buena la idea en el momento. Los padres de esa época andaban escasos de nombres originales y recurrían a nombres de países, y entonces ella se llamaba Estonia. La amiga de chaqueta de cuero y regordeta era Rosa, nombre más sencillo pero no más sensato. Rosa estudiaba comercio y nos contó que le gustaban las noches sin luna, el sabor del chocolate y los cerezos cuando florean. Las historias de Estonia y Rosa transcurrían cuando de pronto sumábamos ocho, se nos habían unido una pareja de catalanes que morían al igual que nosotros de frío y otros dos ancianos de nacionalidad indefinida que, según sus propias palabras, no estaban ya para dejarse maltratar por el clima.

Tomás, Estonia, Rosa, Xavi, Núria, el abuelo, L’avia y yo, todos alrededor de la colilla que cada vez se hacía más efímera. Entonces Tomás decidió tirar al "fuego" los cigarrillos que quedaban, después de repartir uno a cada uno de los fumadores que éramos cuatro. Los abuelos por recomendaciones médicas no fumaban, Rosa y Estonia eran vegetarianas del ala radical, por lo tanto no fumaban.

Descongelando las manos y los pies, tratando de ganar el mayor calor posible, de la nada, unos franceses y un par de gitanos se sumaron a nosotros. Los franceses, siempre precavidos y borrachos, llevaban en las mochilas unas botellas de Cavernet de Sauvignon, unos quesos y unas patatas fritas que empezamos a compartir los veinte que éramos. Los gitanos, una morena bellísima con cabello liso y un tío mal encarado, con la guitarra a cuestas, compartieron la música. El fuego de las colillas se avivaba más con el danzar de la gitana y los aplausos de los miembros de esta improvisada fogata dentro de una parada de autobús. Estonia y Tomás hacían el amor en un rincón, alentados por el calor de las colillas, el vino y la cadenciosa música que interpretaban los gitanos. El par de catalanes habían empezado también con lo suyo, sólo que no tan alejados de la fogata, supongo que eso inspiró a una pareja de franceses a montarse un “menage a trois” con Rosa; eligieron esa modalidad del amor con un trasfondo un poco chovinista (en el sentido más positivo de la palabra), y haciendo honor a su origen Galo. Estas escenas me recordaban cómo imaginaba de niño (bien, no tan niño) lo que debió ser la prehistoria: las manadas de homínidos cazadores y pescadores alrededor del fuego, inventando la música, el amor y la poesía. Mientras tanto, yo estaba aterrado, miraba cómo los cigarrillos se acababan y ya no quedaría nada, ni fuego ni calor, sólo los cuerpos desnudos y tiritantes de los amantes en reposo.

Un corredor que pasó por la estación de autobuses me recomendó que utilizáramos hojas secas para preservar el fuego. De los cincuenta integrantes del grupo alrededor de la fogata, diez nos dispusimos a acarrear los restos que el otoño deja a su paso, para que la fogata perdurase y no morir congelados. Los otros 40 ya fabricaban calor propio.

Intrigados por el ruido y la alegría salieron Miró y Léger de los restos de sus almas dejadas en sus pinturas, materializados a partir de óleo y retazos de lienzo. De inmediato se incorporaron a la fiesta, les pasamos el vino y el queso, abrimos camino para que se acercaran al fuego, ellos nos regalaron la pintura e inmortalizaron esta fogata en un cuadro que quedaría para siempre en nuestras mentes y sólo temporalmente en la parada de autobuses bajo técnica de graffiti. Todos plenos, en esta fiesta nocturna e ígnea, bailaban y cantaban al ritmo de la guitarra gitana. Algunos vendedores ambulantes ya se habían acercado y ofrecían sus productos entre la gente.

Gemidos, aplausos, guitarras, risas, placer, amor y ebriedad, todo alrededor de la fogata que comenzó por ser colilla. Yo, ya un tanto borracho por el vino, intentaba hablar de algo con la gitana, pero no pude. La fiesta por el contrario seguía en su apogeo.

Poco después llegó el 50, Tomás y yo nos fuimos.







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V.N.

04 septiembre, 2007

Tanka*

1

Lluvia constante

que rompe en la ventana

cuánta nostalgia

hoy siento de sus labios

bajo el canto del agua.












*El Tanka, es una estructura poética de origen japonés (S. XV). Consta de un verso de cinco sílabas, otro de siete, uno más de cinco y dos últimos de siete. Carece de título y de rimas.

Tradicionalmente, el poeta japonés encontraba inspiración en la naturaleza para escribir un Tanka: el árbol, el monte, el río, la flor, etc., eran la fuente de la que bebía la creatividad del poeta para expresar un sentimiento.


Yo estoy lejos de ser poeta, pero la lluvia de estos últimos días…


Dejo esta entrada a manera de simple ejercicio (uno no muy bien logrado ya que no pude evitar las rimas), y porque tengo muy descuidado el congal.


V.N.





(Gracias por quitarme el bloqueo.)

 
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