16 febrero, 2007

Tercer Sendero

La casa que seguía al sol

Al descender me encontré con una calle estrecha bordeada de casas pequeñas y en cuyo horizonte se adivinaba un mercado. Era sábado por la mañana y al acercarme pude ver que aquello no era un mercado, sino una gran reunión donde se congregaba la Provenza entera. En ambos lados del corredor se encontraban vendedores de frutas, quesos y verduras; más adelante se mezclaban los olores de flores y especias -alguna de las cuales causo estragos en mí- con hedores de carne, pescado y miel. A mi paso el mercado se extendía interminablemente haciéndome imposible dejar de pensar en la ironía de algo humano, demasiado humano, haciendo rabiar al infinito tiempo. Una vez que hube recorrido cerca de dos kilómetros, la distancia a la cual mis pies empiezan a reclamar, apareció a mis ojos el final de aquel lugar. Ante mi se extendía el Boulevard des Lices repleto de cafés que ofrecían sus terrazas, invitando a disfrutar una de las 300 tardes soleadas que ofrece ese lugar. Me interné en el Jardin d´été, donde se ofrecía la acogedora sombra de sus árboles como resguardo al dorado sol de la villa, hasta que una imagen de tiempos ya perdidos se reveló a mis ojos. Tras los pinos y abedules se presentaba una plaza semicircular acotada por inmensas gradas blancas. Al fondo, del lado izquierdo, un par de columnas desafiantes del tiempo y los elementos sugerían la existencia remota de un teatro, romano según presumían los restos de su capitel y fuste. Al continuar mi camino avancé hacia lo alto de la ciudad por la Rue de Cloitre donde encontraría una suntuosa catedral, y adelante, al girar a la derecha sobre la Rue de la Calade, otro vestigio de majestuosa belleza. Frente a mi se alzaba la fachada lateral de una estructura de forma ovalada, integrada por dos niveles de portales tallados en roca que se repetían como los viajes de Perséfone al Tártaro, como las posibilidades infinitas de crear palabras en lenguajes olvidados con las letras de alfabetos que nunca han existido. Los portales conformaban la vista exterior de aquel Anfiteatro donde alguna vez habían tomado parte cruentas batallas entre gladiadores y variadas escenas de caza. Al adentrarme pude imaginar el olor a sangre y la algarabía de los miles de espectadores que ahí se congregaban. Sentí el dolor de los hombres que gritaban, el júbilo del pueblo divertido, el circo en mis venas y sus lanzas en mi costado. El canto de un ave desvaneció las imágenes en el aire y, tras recobrar el aliento, retomé el camino.

Mi destino final era incierto. Iba tras esos hombres sin saber a ciencia cierta si los encontraría y sin saber siquiera si existían. Tantas imágenes habían mezclado la realidad con la fantasía y para entonces ya me era difícil distinguir si el niño que frente a mi corría era de carne y hueso o un capricho de mi mente esquiva. Entre nubes o sobre el suelo mis pasos me condujerón a una zona más despejada de la villa, donde los caminos bordeados por cipreses aportaban frescura al paisaje y tranquilidad al viajero. Uno de esos caminos capturó especialmente mi atención. A lo largo de él se agrupaban, como escoltándolo, un larga hilera de macizos de piedra que a semejanza de camas inmortales parecían albergar el último reposo de cientos de hombres antiguos. Un escalofrío recorrió mi espina. La posibilidad de caminar entre los muertos se me antojaba totalmente surrealista. ¿Era ese el camino hacía mi última morada? Al llegar al final, de alguna manera inexplicable y sinsentido, supe que lo era.

Al final de aquel camino se levantaba una iglesia de estilo románico, coronada por una esplendida cúpula octagonal que recordaba la arquitectura de las columnas del anfiteatro. Pero no era esa iglesia la respuesta que buscaba. Parado a uno de sus costados, pude ver la campiña desde lo alto. Se mostraba desnuda y provocativa; extendía sus brazos para dar abrigo a largos campos de trigo y, un poco más allá, en la palma de sus manos, a algunos olivos. Dejaba ver también las curvas de sus laderas y sus montes coronados por molinos. En uno de sus recovecos, del centro de mi mirada hacía la derecha, la descubrí. Era pequeña a la distancia pero bella desde el ángulo en que se le viera. Se erguía en medio de la nada, a la orilla de un camino alargado y cobrizo que se internaba en un pequeño bosque, tan sólo para desembocar en el pórtico celeste de su mirada. Frente a mí se revelo aquella casa. Brillaba como si la luz que reflejaba le fuera propia. Incrustada en la campiña parecía un pequeño sol alrededor del cuál danzaban lentamente árboles, caminos, trigo y río. Ante aquella vista tuve la certeza de haber encontrado mi destino. Como la segunda vez en la mesa de aquel café, esperaba que algo grande sucediera en ella… tan sólo que estaba vez no era un deseo. Esta vez sabía que la razón por la cual había viajado hasta ahí, dejándome llevar por mis deseos, se encontraba del otro lado de la puerta de aquella casa: la casa que brillaba eternamente siguiendo al sol.

2 comentarios:

Vicente Navarro dijo...

Este tercer sendero me deja con la misma sensación de los anteriores:

Llegar a un teatro donde se tiene reservado el palco de honor. Uno toma asiento y espera.

Las cortinas se abren, el telón desvela una escenografía bellísima ... y uno espera.

La orquesta "canta" y nace una melodía bellísima... y uno espera.

la musica la escenografía uno espera y la musica y la escenografía y uno espera espera espera

fin de todos los actos de esta "obra" y nada sucedió. Nada. Me levanto con la determinación de no tomarme la molestia de volver.

Juan Pablo dijo...

Tengo que estar, de nuevo, de acuerdo con Vicente. Sólo hago tres comentarios.

1. La ortografía no permite una lectura corrida.

2. La descripción y la narrativa es brillante.

3. Si juntamos todas las obras que hasta ahora nos has ofrecido, podría sin problema titularlas "Descripciones". No encuentro inicio ni final, es como abrir un libro en alguna página y leer unos párrafos y luego cerrarlo, sin saber si "algo" sucede en el paraje que se describe.

Saludos y un abrazo Nando.

 
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