04 mayo, 2007

Fragmentos: Pisadas.

La pisada es rotunda. Quizás lo hayas sentido también tú: el dilema de la causa y el efecto trasluciéndose en una pisada que separa la tierra. Es la tierra asustada ante mi presencia, que se esfuma, o la pisada firme obedeciendo a las leyes más antiguas y más nuevas. Las leyes son del hombre. Y lo son porque son palabra incompleta y por tanto son humanas. El infierno. Es la pisada de que te hablo la primera que hago desde que dejé de estar vivo, y por ello es pisada distinta de las leyes del hombre, por eso he comenzado a cuestionar si tantas palabras no ofuscaron nuestro sentido. Es el infierno el lugar que piso, y por debajo mi pisada aplasta de los cráneos el grito. La pisada. Si lo consultas lentamente, todo lo que hacemos los hombres es dejar huella, es decir, abandonar el acto firme de pisar. Pues cuando la planta afianza el territorio lo desafía, hace frente a la inmovilidad de las cosas que suceden porque el mundo es así; imponer las plantas en el camino supone el acto mismo de la decisión que se ha convertido en acto: pienso, luego existo, y luego me planto, tal como lo haría el más alto árbol. Las huellas son sólo un recordatorio fúnebre de la decisión, un haber dejado atrás, un olvido en el tiempo de la lluvia que escurre los recuerdos marchitándolos; en la humedad del tiempo la huella vuélvese piscina: una inundación en el recuerdo, sólo ahí, en el momento de la humedad absoluta, somos verdaderamente conscientes de si, en realidad, nuestra pisada fue honda o mero ensayo, superficial hendidura del yo que somos en la historia o ruptura absoluta, sórdido terremoto. Así, cuando cesa la lluvia del amplio recuerdo, del llanto o la alegría extrema por saber que fuimos pisada, el tiempo se encarga de suavizarnos: la huella se vuelve campo y sólo cuando fuimos firmes escindimos el camino, lo enderezamos o desviamos, mas fuimos, de una forma u otra, un será que ya nadie nos podrá arrancar. La pisada en el infierno. Ahí se terminan las huellas, ahí el fuego lo consume todo, se produce la imposibilidad de la memoria y de la decisión su hondura. La pisada es huella, más la huella ha de desaparecer cuando el infierno nos toca.
Ahora hablo como vacío interminable, como narrativa insensata y carente de fondo. Ahora hablo como quien espera encontrar en sus palabras un camino, un suspiro, un a dónde, la libertad luego del peaje.

“El infierno o la segunda muerte […] es ahora el encerrarse voluntariamente en sí mismo”. J.R.

02 mayo, 2007

Correspondencia conmigo: ¿Dónde estás, sabiduría?

El lenguaje, las palabras, los sonidos hoy deben arrastrarse lento, cadenciosos, simples; no más metáforas dentro de una metáfora que es mi vida, no deben ser sino palabras: sucesiones alegóricas de letras significadas y significantes: interminable colección de trazos rectos y curvilíneos que arrojan a la mente las pistas para descifrar un código, secreto a voces, que sólo unos comparten. Palabras formando enunciados: carreras concatenadas de suspiros que imprimen un –sólo uno– sello en el alma; enunciados en frases: perfecta armonía cíclica y circular entre cadencias, tonos y sonidos a veces callados, libertad de ideas apenas limitada, entrecerrada como párpados de frente al sol veraniego; frases en párrafos; párrafos en tratados; tratados que son ya sabiduría, ya charlatanería, formando, en último caso, pirámides de trazos –rectos y curvilíneos– letras como cascada de imágenes atómicas, enunciados que hablan secretos a voces, frases que dicen algo y no lo dicen, pues pirámide es, construida sobre la imbecilidad, la necedad o, incluso, la maldad.

Digo y me repito a millares de sucesiones por minuto que basta ya de tanta habladuría, que sólo un lenguaje claro como manantial de diciembre será capaz de expresar el dolor que mi alma cruza y encontrar la respuesta que mi alma busca. Minutos, enjambre encarcelado entre el tiempo y el espacio, minutos aquí o allá, delante o detrás. Sólo copulando ambas ideas, la del espacio y del tiempo, será posible entender el minuto en que un pétalo de rosa muere y se desprende de la sutil liga que lo aferraba contra la flor fantástica de sueños de princesas. Minutos de tierra y de arena, reposando al tueste del mediodía, volando tras la ventisca de un huracán, volviendo a reposar, como siempre, sin nada decir, nada tocar, nada escuchar. La vida, entonces, se convierte en una balsa en la marea repentina de los minutos, que son sólo conglomerados de segundos y partículas de hora; la balsa de nuestros días corre y vuela de repente, cerrados los ojos evitando que el polvo cristalino de minutos se cuele por nuestros ojos e, inevitablemente, nos haga sollozar; en otros momentos yace nuestra balsa en la playa del sosiego, ni un ápice se mueve para no invertir tendencia tan ansiada cuando en vilo nos aferrábamos al huracán del tiempo. En fin, minutos todo, como todo se convierte en espacio y en tiempo, dos cerberos que custodian las puertas de la lucidez, arrancándole los ojos y los labios a todo aquel que deje de pensar sobre el tiempo y el espacio, con ellos, dentro de ellos, para ellos. A estos valientes que se han atrevido a desafiar al par de buitres –¿o dragones?– de la lucidez, el mundo ha gustado en llamar locos.

Buscando sin encontrar el sendero correcto, mirando la interminable visión de tantos caminos que conducen a ningún lado, ensombreciendo y empequeñeciendo aquéllos que, como cisnes peregrinos, poseen la certeza del final del recorrido. Los cisnes, ¿que no ya mucho se hablado de ellos?, en fin, no hablaré de tan magníficas bestias. Pero sí lo haré de los caminos, retorcidos y laberínticos caminos, que nos dan la idea de un sendero que se camina, siguiendo los pasos de aquellos más ilustres o más estúpidos, o bien, quizás, haciendo, como se ha cantado, camino al andar. Caminos deformes que achatan la vida, polarizan sentimientos y virtudes, pero caminos al fin. Como madrigueras nocturnas se desdibujan en la niebla, viniendo y alejándose, dejando a su paso a roedores que confunden y traspasan la natural habilidad del campeón, así la vida del hombre viene y va, tropezando a cada momento con roedores, comiendo entre fango y mugre la misma mierda con que tales alimañas se complacen por las noches, cuando sólo los demonios se atreven.

Los demonios. ¡Ahí está la clave!, en esos seres deformes de anchas fauces y retorcidas garras, que asaltan por las noches las almas tímidas e incoloras, que nos persiguen como larvas, nos acechan cual felinos, nos engullen a modo de sanguijuelas con la lentitud propia de los más hábiles cazadores, el deleite de una presa entre las fauces, la sangre que mana entre los ríspidos colmillos, sangre que endulza la maldad, enamora los sentidos del perverso, embriaga y conduce al orgasmo a las más pervertidas mentes. Eso es un demonio, y un demonio es miedo, porque, ¿quién en la tierra, aparte de mí, creería en ellos? El miedo se cuela y hace sombra en las penas, amarguras y deleites de los bípedos que, siguiendo a su natural estupidez, abren camino, preparan la mansión de lujos eternos, el alma, y dan cordial bienvenida a los magos del miedo, los demonios, que en monástica procesión se entronizan en el alma.

Quizás -¡sólo quizás!– lo que tengo es miedo: miedo de minutos que se convierten en demonios y succionan voraces la soledad de mi piel. Antes que tú te fueras no existía nada similar a un demonio corriendo por los patios, alamedas y rotondas de mi conciencia, pero ahora, ¡Dios mío, ahora!, las penas que encumbran en mi vientre no dejan a mi alma en paz. La sabiduría de una hoja del árbol más sencillo, de la gota de rocío que cae próxima a mi ventana, sin rozarla; el pestañeo del ser más vil, más pequeño, han muerto; la sabiduría ha muerto en mí, en los nubarrones que borraron del cielo tu mirada, en el elixir venenoso que he tomado creyendo estar soñando, en mis venas que se cierran y me asfixian y entumen, prohibiéndome besar con arrepentimiento la imagen que aún hoy descansa en mi habitación. Quizá es miedo a que los minutos dejen mi piel flácida mientras el amor, ese etéreo y complicado sentir entre dos –o entre uno, me gusta pensar– pase de largo mi ventana, se olvide de que existo y que lo extraño. Extraño aquella extraña materialización del amor que se llamaba tú, que siempre y cuando fueras tú significaba minutos apacibles postrados en el tostar de un mediodía. Hoy el tiempo y el espacio entraron en revolución: uno, alargando los momentos de letargo y desesperación; el otro, reduciendo al infinito el lugar donde mora mi corazón, cerrando las paredes con claustrofóbica diversión. Así, mi tiempo se expande y mi espacio se cierra… a eso llamo yo demonio, miedo, en fin aquella soledad que nunca pensé encontrar.

Busco tu boca hoy y me encuentro salivando el áspero de una roca, pregunto por tu piel y lo único que encuentro es un frío que me estremece. Te has ido, quizá para siempre, sin saber, nunca saber, que mi único miedo –hoy lo comprendo– es haberte dejado ir, sabiendo, sufriendo por entender que nunca regresarás a mí, aun cuando mi piel te reclame, mi corazón te añore y mis letras y palabras no dejen de conducirme a ti.
 
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