29 diciembre, 2006

Primer Sendero

“Todos creyeron que el encuentro de los dos

jugadores de ajedrez había sido casual”

J. L. Borges

Montmartre, 1886.

Cuando entré supe que aquel era uno de esos lugares a media luz donde se gestan las cosas simples de las que se componen las maravillas. Recuerdo la manera en que esas voces tumultuosas llenaban los espacios entre las mesas del café y como se escurrían peligrosamente entre manteles, tazas y poetas hasta instalarse como manchas de color en los cuadros que colgaban presuntuosos en la pared. A mi derecha cientos de puntos me sugerían una tarde soleada en cualquier parque de París, a la izquierda se mezclaban grabados japoneses con delicadas escenas de ballet. Fue entonces cuando me percaté del grupo que en la penumbra discutía acaloradamente al fondo del lugar. Eran como un montón de centauros bramando y danzando ante el fuego de algún oculto ritual de iniciación, al tiempo que semejaban la majestad de una reunión de sabios druidas en los bosques de la antigua Lutecia que ahora habitan.

Ahí estaban. Un hombre pequeño, y presumiblemente cojo, debatía junto a uno sensible y delicado, que a su vez escuchaba atentamente los alegatos ruidosos de otro de apariencia aristocrática. Junto a ellos un joven de sombrero de ala ancha y otro barbado de ojos encendidos parecían absortos en una profunda reflexión, ajenos a los diálogos del resto. Fijé la mirada en mi café y me perdí entre los trozos de nubes que desprendía… sentí la placidez y náusea que se produce luego de largos días en el mar, recordé la carta de Jean describiéndome como panecillos dulces las cúpulas blancas del Sacré Coeur, y me concentré en mi acostumbrado recorrido imaginario por las calles de aquel barrio de perspectivas imposibles. Por alguna extraña razón no podía dejar de transitar por los caminos de ese barrio -una vez que me instalaba en un sitio no hacía mas que salir en mi mente a recorrerlo de nuevo. De regreso a mi café me encontré con ese hombre. Bajaba por la escalera que conectaba la Rue de Chevalier de la Barre con la Rue de Bonne, una de esas escaleras interminables que me recordaban el camino de regreso al Hades y que reflejan en sus costados las estrellas. Avanzaba con un paso entrecortado y presuroso, aferrado a un paquete ocre que sostenía contra su pecho. Cualquiera hubiera dicho que aquello era un tesoro y él el ladrón que lo profanaba o quizá el creyente que lo protegía. Entró por la puerta dando tumbos y tras una breve mirada nerviosa con el anciano sentado tras la barra, enfiló al encuentro de los otros. Había algo en ese hombre que en ese momento no pude distinguir. Parecía frágil, inseguro, como a punto de quebrarse. Después sabría que, en buena medida, así era.

Tomó una silla de la mesa de a lado, donde un hombre degustaba alguno de tantos platillos extraños que distinguían ese café de la docena que plagaban la Place du Tertre, y ocupó el centro de la reunión. Fue cuestión de minutos para que aquello se convirtiera en un vendaval de gritos e imprecaciones que iban poniendo incómodo al viejo de la barra. Cuando éste se dirigía hacia ellos un sonido sordo y fuerte quebró los gritos del lugar. El paquete ocre yacía abierto a los pies de aquel hombre, un lienzo asomaba entre las telas y algunos trazos al carbón sugerían apenas la silueta de una figura humana. Su mirada se notaba eufórica, ansiosa; miraba a todos buscando respuestas, como intentando decirlo todo a un tiempo pero sin conseguir enunciar palabra alguna. Entonces lo logró. Un par de palabras surgieron de entre su barba rojiza, surcando el limitado espacio de aquel café. ¡Au sud! ¡Au sud! Repetía sin cesar. ¡Zurige al! Decía para sí mismo mientras salía corriendo y se perdía entre el lujurioso laberinto de los molinos de aquel lugar. ¡Al sur! Resonaba en mi cabeza cuando en la noche me percaté que aquellas palabras, como flechas de Apolo en los combatientes griegos, habían acabado incrustadas en mi frente.

Esa noche supe que en ese café se gesto un fuego, uno que nunca más se apagaría y que aún hoy llevo en alguna parte de mi cuerpo. Aquel extraño, como Prometeo a los hombres, me había regalado el fuego.

3 comentarios:

NAHUAL INSANE48 dijo...

Fabulosa imagen, y narraciones fantásticas.
Francamente no entendí el punto medular del escrito, tal vez necesite releerlo en aquel café.

Saludos!

Anónimo dijo...

Coincido en todo con NI. No me había atrevido a hacer comentarios ya que después de leer varias veces el texto sigo sin llegar al fondo.

Sin embargo, existe una narrativa admirable dentro del texto, aunque creo que cargada de un aire ligeramente presuntuoso. Lo he sentido así y existe la probabilidad de equivocarme.

Bienvenido Nando!!! Espero impaciente tus próximos textos !!!

Saludos.

Juan Pablo dijo...

Siguiendo la cadena, ¡bienvenido!

Una identidad en interrogante con una obra que no se supera en la interrogación. Existe un eslabón perdido, parece un crucigrama, aunque me siento tentado a pensar que existen cabos sueltos. Como lo menciona VN, una prosa limpia, lineal, incluso sobria. Cinco lecturas no alcanzan para vislumbrar la imbricación (al menos, me parece) querida en tu texto. "Au Sud", "un fuego", uno que "observa", un grupo de hombres acalorados en la conversación... ¿existe un nexo, un hilo?

Complicado desenlace nacido de una prosa tan simple... suena bien.

 
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