13 marzo, 2007

Cuarto Sendero

El Hombre del cabello rojizo


Lo conocí en una habitación oscura. Su espalda impedía ver el trabajo al que se dedicaba pero la ventana abierta frente a él arrojaba a mis ojos el universo. Sentado en un banco y con un caballete frente a él, los tonos ocres, rojos y naranjas del paisaje rogaban por incrustarse en su pincel. A sus costados se apilaban docenas de tubos gastados, pinceles rotos, lienzos inconclusos, manchas de óleo en el piso, un par de vasijas y un plato desgastado que con un poco de imaginación y aseo pudo haber albergado, alguna vez, algo comestible. Ignoro el tiempo transcurrido entre mi llegada y el momento en que me deslicé hacia las sombras del pasillo, sin embargo para entonces los tonos encendidos de la tarde habían dado paso a los azules y grisáceos de la noche. Caminé despacio hacía la habitación al fondo del pasillo donde había depositado mis anhelos y en cuya cama había desparramado la pasión y mis sueños. Me tendí emocionado sobre ellos y pasé la noche navegando entre sus versos. Era una noche mágica. Una noche que hubiera envidiado aquel sultán de tierras árabes y cuya interpretación sin duda sería un reto para cierto médico austriaco que por aquellos días soñaba aún con descifrar los sueños. Envuelto en las alas de la noche volé hasta el mismísimo corazón del Escorpión y cabalgué sobre Pegaso para liberar doncellas de sus cadenas; observé las luces del primer infierno y a Virgilio guiando a Dante entre sus filas; presencié la fragua de la tabla donde se deletreaba con toda precisión el nombre perdido de Dios y emprendí un largo paseo por el jardín de senderos de bifurcaciones infinitas. Al abrir los ojos, o cerrarlos, estaba en aquella cama. Mis emociones, antes dobladas en una esquina, se esparcían desparramadas por el cuarto y la vela de la razón, que había colocado a mi costado, yacía apagada y sin consumir entre las sábanas de sueños. Apenas reuní la duda suficiente, me levanté y salí de ahí. Por dentro era una casa vieja, una de esas casas que destilan historia entre sus tablas y que albergan en su techo la constelación del Tiempo. Tenía además la virtud de acompañar con sus crujidos a quien la habita y de retener en sus paredes la personalidad de sus visitas. Yo era una visita, un accidente en el transcurrir ilógico de aquel lugar. Mi presencia ahí era tan importante como inoportuna. Los días en ella transcurrían entre el culto a la imaginación, la sinrazón de los sentidos, el diálogo con las letras, la inocuidad del tiempo y la creación del Universo en lienzos.

Para entonces había descubierto que sus verdaderos habitantes, el hombre de cabello rojizo y el joven del sombrero de ala ancha, eran también visitas itinerantes entre esos muros. Su morada original estaba en los caminos, puentes y plazas de la villa, a donde acudían con prontitud al clarear el alba y de donde se despedían al caer las estrellas. Partían siempre con un caballete a cuestas y sus instrumentos afilados. Por las miradas ocasionales entre sus cuartos abiertos supe que aquellos hombres eran también demiurgos de un mundo nuevo, o quizá los encargados de dar una nueva cara al mundo estancado en la pretensión medida y simétrica de la perfección. El joven del sombrero dedicaba buena parte de su tiempo a infundir vida al camino de los muertos; el hombre de cabello rojizo se especializaba en secuestrar momentos, cosas y lugares que tras algunos días, a veces horas, acababan por adoptar plácidamente las dimensiones de la jaula donde los plasmaba. Para entonces ya sabía que algo especial había en él… ése hombre no utilizaba óleos en sus trazos, cada pincelada llevaba como esencia una mezcla entre la ambrosia que convierte lacayos en dioses y el soma de los Alfas de Huxley.

Fue en una noche de Diciembre cuando, al caminar frente a la puerta abierta de su habitación, el último resquicio de mi realidad se derrumbó. Una vieja cama de madera con sábanas rojas y acomodada junto a la pared, junto a unos cuantos cuadros y una pequeña mesa resguardada por un par de sillas maltrechas, servían de testigos de la creación de un mito inalcanzable en las estrellas. Aquella noche fría se iluminaba bajo los trazos esquizofrénicos y explosivos de ese hombre que transformaba un simple lienzo blanco en una maravilla indescriptible. A cada pincelada iba dejando una parte de sí mismo. Parecía inyectar su vida en los colores y hacer sufrir su razón al avance de la noche, y la mía con él. En algún momento donde lo único que parecía atarme a la humanidad era mi existencia misma, lo comprendí… ése hombre no estaba capturando una noche, estaba creando las estrellas que un griego milenario, mirando al cielo, había imaginado y asociado con el mito de la doncella encadenada. El cuadro era dominado por tonos azules y amarillos donde las estrellas parecían explosiones, como de las que se deriva el mundo mismo, y las nubes asemejaban nebulosas infinitas. Un ciprés del lado izquierdo remitía un poco de irrealidad al cuento y los techos de las casas de la villa recordaban la relación epistemológica entre el creador y sus caprichos. Un trueno de orígenes olímpicos sacudió la noche y sus sinsentidos. Fue entonces cuando su pincel cayó al suelo y volteando hacia el marco de la puerta me miró. En ese instante su vida pasó ante mis ojos. Su origen austero y la lápida de un hermano muerto con su nombre; su vocación con los mineros y su frustración por el rechazo de quienes respetaba; sus amores con una prostituta y la huída para refugiarse en los brazos de su hermano; lo supe todo. En un segundo el hombre había vuelto al génesis de las estrellas; sin embargo ese instante, congelado eternamente en mis recuerdos, fue suficiente para percatarme de la presencia de una banda en su cabeza. Parecía tener una herida — quizá producto de la cruenta batalla con su obra— pero al inspeccionarlo más de cerca, pude ver que en esa banda se descubría la Vía Láctea atada a su cabeza. Su orbita parecía parafrasear una presuntuosa circunferencia rodeándole el rostro del cielo a los infiernos, su presencia se deleitaba escondiendo algo misterioso y seductoramente indescifrable…

A la mañana siguiente reuní mis cosas y resolví partir. Cuando pasé frente a su habitación él ya no estaba, tan sólo permanecía su obra terminada. Entré y me perdí en la contemplación de la noche engendrada. Tras algunos momentos, que bien podrían haber sido años, la tranquilidad que me embargaba se convirtió en un impulso irrefrenable. Mi mano se arrojó impetuosa hacia adelante. Se acercaba al infinito con vida propia, cada vez más cerca, más, hasta que en una explosión final, sumergiendo la mitad de mi brazo en aquella realidad etérea, tomé una de sus estrellas. Todo estaba terminado. Un fuego recorrió mis venas. La línea entre realidad y fantasía estaba rota. Coloqué aquel trozo de creación materializada bajo mi brazo, dí media vuelta y, abriendo las alas al viento, partí.

2 comentarios:

NAHUAL INSANE48 dijo...

hola nando!!! , tanto sin que escribieras. Sabes, tengo otras opciones de nombre para tu escrito: "el hombre de cabellos amapólicos", "el hombre que se fuma su cabello", "el hombre de la familia de las papaveráceas", "trainspotting" (creo que esta última ya se utilizó en algo jajajaj) ,me parecen buenas tus descripciones , aunque un poco elevadas, y agradable relato una vez que se aterriza.

Fuera de mi humor al respecto, es bueno y te agradesco la publicación, ojalá detalles un poco mas de tu escrito.

Saludos!!

Anónimo dijo...

"el hombre del pastito vacilador"

 
eXTReMe Tracker