07 septiembre, 2007

Cuento

Por Inmigrante-X

Las calles eran marrones, crujientes y encendidas por el sol naranja, el frío transportado por el viento recorría el espacio levantando consigo las hojas y el polvo. En ese paraje desértico estábamos Tomás y yo. Acabábamos de visitar a Joan Miró, o lo que queda de él colgado de las paredes. También tuvimos oportunidad de conocer a un tal Fernand Léger, un pintor tubista de propuestas interesantes, no tan irreverente y caprichoso como Joan en sus pinturas, al menos no en los trazos y las formas, pero sí en los temas. Extrañamente la obra de uno era la antítesis del otro: el hombre como parte prescindible de la composición versus el hombre como toda la trama.

Afuera de la Fundación, unos pasos adelante, mi amigo Tomás y yo esperábamos el 50.

El mismo frío que traía el viento, y el mismo paisaje naranja y crujiente, esta vez decrecía en su color, todo el espacio se tornaba violeta-azul-gris. Había en el ambiente un fondo de Opera. El frío cada segundo inundaba más el aire hasta dejarnos casi sin respirar. Mi nariz: congelada. Las orejas: ya las había dejado de sentir hacía algún tiempo. Estaba sentado sobre una banca amarilla, mi pantalón negro se confundía con la gabardina negra que bailaba con el viento que arreciaba. Tomás encendía un cigarrillo, Ducado de marca, tabaco negro; “dulce aroma y suave tormento” me dijo.

Tomás estaba sentado sobre sus talones y todo su peso concentrado en el mismo eje. El frío seguía insoportable. Lo que antes era el cigarro ahora languidecía como colilla, consumiéndose en el suelo. Esta imagen compuesta de Tomás sentado sobre sus talones y la colilla en el suelo, me trajo el recuerdo de una cálida fogata. Me agregué a la composición casi bucólica del hombre y el fuego. Tomás y yo nos sentamos alrededor de la colilla intentando calentarnos, acercábamos las manos al débil fulgor del tabaco consumiéndose. De pronto, detrás de Tomás una cara bonita con ojos verdes y bufanda roja hizo una seña como pidiendo permiso de acercarse al fuego. Tomás le dio paso y allí estábamos los cuatro, con la mujer de la bufanda roja se había sumado la amiga en chaqueta de cuero, una mujer más bien regordeta de cara intrigante y nariz pronunciada. Todas las manos alrededor del fuego. Nos enteramos de que la mujer de bufanda roja y ojos verdes era Estonia, y estudiaba periodismo. Ese nombre habían decidido ponerle los padres después de consultar con un porro de mariguana. Se les hizo buena la idea en el momento. Los padres de esa época andaban escasos de nombres originales y recurrían a nombres de países, y entonces ella se llamaba Estonia. La amiga de chaqueta de cuero y regordeta era Rosa, nombre más sencillo pero no más sensato. Rosa estudiaba comercio y nos contó que le gustaban las noches sin luna, el sabor del chocolate y los cerezos cuando florean. Las historias de Estonia y Rosa transcurrían cuando de pronto sumábamos ocho, se nos habían unido una pareja de catalanes que morían al igual que nosotros de frío y otros dos ancianos de nacionalidad indefinida que, según sus propias palabras, no estaban ya para dejarse maltratar por el clima.

Tomás, Estonia, Rosa, Xavi, Núria, el abuelo, L’avia y yo, todos alrededor de la colilla que cada vez se hacía más efímera. Entonces Tomás decidió tirar al "fuego" los cigarrillos que quedaban, después de repartir uno a cada uno de los fumadores que éramos cuatro. Los abuelos por recomendaciones médicas no fumaban, Rosa y Estonia eran vegetarianas del ala radical, por lo tanto no fumaban.

Descongelando las manos y los pies, tratando de ganar el mayor calor posible, de la nada, unos franceses y un par de gitanos se sumaron a nosotros. Los franceses, siempre precavidos y borrachos, llevaban en las mochilas unas botellas de Cavernet de Sauvignon, unos quesos y unas patatas fritas que empezamos a compartir los veinte que éramos. Los gitanos, una morena bellísima con cabello liso y un tío mal encarado, con la guitarra a cuestas, compartieron la música. El fuego de las colillas se avivaba más con el danzar de la gitana y los aplausos de los miembros de esta improvisada fogata dentro de una parada de autobús. Estonia y Tomás hacían el amor en un rincón, alentados por el calor de las colillas, el vino y la cadenciosa música que interpretaban los gitanos. El par de catalanes habían empezado también con lo suyo, sólo que no tan alejados de la fogata, supongo que eso inspiró a una pareja de franceses a montarse un “menage a trois” con Rosa; eligieron esa modalidad del amor con un trasfondo un poco chovinista (en el sentido más positivo de la palabra), y haciendo honor a su origen Galo. Estas escenas me recordaban cómo imaginaba de niño (bien, no tan niño) lo que debió ser la prehistoria: las manadas de homínidos cazadores y pescadores alrededor del fuego, inventando la música, el amor y la poesía. Mientras tanto, yo estaba aterrado, miraba cómo los cigarrillos se acababan y ya no quedaría nada, ni fuego ni calor, sólo los cuerpos desnudos y tiritantes de los amantes en reposo.

Un corredor que pasó por la estación de autobuses me recomendó que utilizáramos hojas secas para preservar el fuego. De los cincuenta integrantes del grupo alrededor de la fogata, diez nos dispusimos a acarrear los restos que el otoño deja a su paso, para que la fogata perdurase y no morir congelados. Los otros 40 ya fabricaban calor propio.

Intrigados por el ruido y la alegría salieron Miró y Léger de los restos de sus almas dejadas en sus pinturas, materializados a partir de óleo y retazos de lienzo. De inmediato se incorporaron a la fiesta, les pasamos el vino y el queso, abrimos camino para que se acercaran al fuego, ellos nos regalaron la pintura e inmortalizaron esta fogata en un cuadro que quedaría para siempre en nuestras mentes y sólo temporalmente en la parada de autobuses bajo técnica de graffiti. Todos plenos, en esta fiesta nocturna e ígnea, bailaban y cantaban al ritmo de la guitarra gitana. Algunos vendedores ambulantes ya se habían acercado y ofrecían sus productos entre la gente.

Gemidos, aplausos, guitarras, risas, placer, amor y ebriedad, todo alrededor de la fogata que comenzó por ser colilla. Yo, ya un tanto borracho por el vino, intentaba hablar de algo con la gitana, pero no pude. La fiesta por el contrario seguía en su apogeo.

Poco después llegó el 50, Tomás y yo nos fuimos.







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V.N.

4 comentarios:

Vicente Navarro dijo...

La imaginación de Inmigrante-X siempre me ha soprendido: algunas veces con las cosas más bizarras y enfermizas, otras con absurdos hilarantes, y muchas otras con ficciones como las que hoy nos comparte.

Espero que les guste este cuento que hoy se hospeda en este tugurio de las letras.

¡Saludos!

V.N.

Anónimo dijo...

Hola! Tenía unos meses sin visitar el Bourdel, me da gusto ver que sigue vivo, que regresó a su apariencia normal y principalmente que siguen escribiendo cosas que yo ya extrañaba mucho leer.
No me desagradó la idea de que inviten autores, pues también, siempre es muy gratificante leer sus comentarios.

Y sobre el Cuento… mmm… no sé qué decir, es que para mi fue un buen “viaje” y creo que me limitaré a comentar que me gustó, sí, me gustó, lo disfruté.
Seguiré de nuevo por aquí, nada más ustedes no se vuelvan a ir por favor. :)
Gracias.
Pd. Felicidades V.N. por su desbloqueo.

NAHUAL INSANE48 dijo...

...mmm... interesante idea la orgía en descripciones.

saludos!!!

Juan Pablo dijo...

Inmigrante:

Bienvenida sea tu pluma al Bourdel. Hace mucho que andamos en carestía de ideas (no se diga ya nada de los comentarios, que cada vez se vuelven más chatos y flojos).

La linealidad de la obra me parece verdaderamente destacable: no hay pausas, no hay tiempos, sino una aparente línea temporal que, a la manera de la pólvora, no deja más que un rastro efímero. Realmente admiro a quien escribe así (será porque yo nunca he podido hacerlo).

Mi opinión: una pieza bien conseguida; sin llegar a algo grande, se consigue una idea completa y con un cuerpo sólido.

Bienvenidas tus obras, nuevamente, y esperamos tenerte próximamente.

Saludos. JP.

 
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